el espíritu santo

Espíritu Santo2

«Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. De repente vino del cielo un ruido, como el de una violenta ráfaga de viento, que llenó toda la casa donde estaban, y aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y fueron posándose sobre cada uno de ellos. Todos quedaron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía que se expresaran.
Estaban de paso en Jerusalén judíos piadosos, llegados de todas las naciones que hay bajo el cielo. Y entre el gentío que acudió al oír aquel ruido, cada uno los oía hablar en su propia lengua. Todos quedaron muy desconcertados, y se decían, llenos de estupor y admiración: “Pero éstos ¿no son todos galileos? ¡Y miren cómo hablan! Cada uno de nosotros les oímos en nuestra propia lengua nativa. Entre nosotros hay partos, medos y elamitas, habitantes de Mesopotamia, Judea, Capadocia, del Ponto y Asia, de Frigia, Panfilia, Egipto y de la parte de Libia que limita con Cirene. Hay forasteros que vienen de Roma, unos judíos y otros extranjeros, que aceptaron sus creencias, cretenses y árabes. Y todos les oímos hablar en nuestras propias lenguas las maravillas de Dios”. Todos estaban asombrados y perplejos, y se preguntaban unos a otros qué querría significar todo aquello. Pero algunos se reían y decían: “¡Están borrachos!”».  (Hechos 2, 1-13).

Veamos que nos dice San Juan Pablo II, acerca de la tercera persona de la Santísima Trinidad.

EL ESPÍRITU SANTO EN EL ANTIGUO TESTAMENTO

“Comenzamos hoy una reflexión sistemática sobre el Espíritu Santo, «Señor y dador de vida». De la tercera persona de la Santísima Trinidad he hablado ampliamente en muchas ocasiones. Recuerdo, en particular, la encíclica Dominum et vivificantem y la catequesis sobre el Credo. La perspectiva del jubileo inminente me brinda la ocasión para volver una vez más a la contemplación del Espíritu Santo, a fin de escrutar, con espíritu de adoración, la acción que realiza en el decurso del tiempo y de la historia.

2. Esa contemplación, en realidad, no es fácil, si el mismo Espíritu no viene en ayuda de nuestra debilidad (cf. Rm 8, 26). En efecto, ¿cómo discernir la presencia del Espíritu de Dios en la historia? Sólo podemos dar una respuesta a esta pregunta recurriendo a las sagradas Escrituras que, al estar inspiradas por el Paráclito, nos revelan progresivamente su acción y su identidad. Nos manifiestan, en cierto sentido, el lenguaje del Espíritu, su estilo y su lógica. Se puede leer también la realidad en que actúa con ojos que penetran más allá de una simple observación exterior, captando detrás de las cosas y de los acontecimientos los rasgos de su presencia. La misma Escritura, ya desde el Antiguo Testamento, nos ayuda a comprender que nada de lo bueno, verdadero y santo que hay en el mundo puede explicarse independientemente del Espíritu de Dios.

3. Una primera alusión, aunque velada, al Espíritu se encuentra ya en las primeras líneas de la Biblia, en el himno a Dios creador con que comienza el libro del Génesis: «el Espíritu de Dios aleteaba por encima de las aguas» (Gn 1, 2). Para decir «espíritu» se usa aquí la palabra hebrea ruah, que significa «soplo» y puede designar tanto el viento como la respiración. Como ya es sabido, este texto pertenece a la así llamada «fuente sacerdotal», que se remonta al periodo del destierro en Babilonia (siglo VI, antes de Cristo), cuando la fe de Israel había llegado explícitamente a la concepción monoteísta de Dios. Israel, al tomar conciencia, gracias a la luz de la revelación, del poder creador del único Dios, llegó a intuir que Dios creó el universo con la fuerza de su Palabra. Unido a ella, aparece el papel del Espíritu, cuya percepción se ve favorecida por la misma analogía del lenguaje que por asociación, vincula la palabra al aliento de los labios: «La palabra del Señor hizo el cielo, el aliento (ruah) de su boca sus ejércitos» (Sal 33, 6). Este aliento vital y vivificante de Dios no se limitó al instante inicial de la creación, sino que sostiene permanentemente y vivifica todo lo creado, renovándolo sin cesar: «Envías tu aliento y los creas, y repueblas la faz de la tierra» (Sal 104, 30).

4. La novedad más característica de la revelación bíblica consiste en haber descubierto en la historia el campo privilegiado de la acción del Espíritu de Dios. En cerca de cien pasajes del Antiguo Testamento el ruah de Yahveh indica la acción del Espíritu del Señor que guía a su pueblo, sobre todo en las grandes encrucijadas de su camino. Así, en el periodo de los jueces, Dios enviaba su Espíritu sobre hombres débiles y los transformaba en líderes carismáticos, revestidos de energía divina: así aconteció con Gedeón, con Jefté y, en particular, con Sansón (cf. Jc 6, 34; 11, 29; 13, 25; 14, 6. 19).

Con la llegada de la monarquía davídica, esta fuerza divina, que hasta entonces se había manifestado de modo imprevisible e intermitente, alcanza cierta estabilidad. Se puede comprobar en la consagración real de David, a propósito de la cual dice la Escritura: «A partir de entonces, vino sobre David el espíritu de Yahveh» (1 S 16, 13).
Durante el destierro en Babilonia, y también después, toda la historia de Israel se presenta como un largo diálogo entre Dios y el pueblo elegido, «por su espíritu, por ministerio de los antiguos profetas» (Za 7, 12). El profeta Ezequiel explícita el vínculo entre el espíritu y la profecía, por ejemplo, cuando dice: «El espíritu de Yahveh irrumpió en mí y me dijo: «Di: Así dice Yahveh»» (Ez 11, 5).

Pero la perspectiva profética indica sobre todo en el futuro el tiempo privilegiado en el que se cumplirán las promesas por obra del ruah divino. Isaías anuncia el nacimiento de un descendiente sobre el que «reposará el espíritu (…) de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y temor de Yahveh» (Is 11, 2-3). «Este texto -como escribí en la encíclica Dominum et vivificantem- es importante para toda la pneumatología del Antiguo Testamento porque constituye como un puente entre el antiguo concepto bíblico de espíritu entendido ante todo como aliento carismático, y el “Espíritu” como persona y como don, don para la persona. El Mesías de la estirpe de David (‘del tronco de Jesé’) es precisamente aquella persona sobre la que se posará el Espíritu del Señor» (n. 15).

5. Ya en el Antiguo Testamento aparecen dos rasgos de la misteriosa identidad del Espíritu Santo, que luego fueron ampliamente confirmados por la revelación del Nuevo Testamento.

El primero es la absoluta trascendencia del Espíritu que por eso se llama «santo» (Is 63, 10.11; Sal 51, 13). El Espíritu de Dios es «divino» a todos los efectos. No es una realidad que el hombre pueda conquistar con sus fuerzas, sino un don que viene de lo alto: sólo se puede invocar y acoger. El Espíritu, infinitamente diferente con respecto al hombre, es comunicado con total gratuidad a cuantos son llamados a colaborar con él en la historia de la salvación. Y cuando esta energía divina encuentra una acogida humilde y disponible, el hombre es arrancado de su egoísmo y liberado de sus temores, y en el mundo florecen el amor y la verdad, la libertad y la paz.

El segundo rasgo del Espíritu de Dios es la fuerza dinámica que manifiesta en sus intervenciones en la historia. A veces se corre el riesgo de proyectar sobre la imagen bíblica del Espíritu concepciones vinculadas a otras culturas como, por ejemplo, la idea del espíritu como algo etéreo estático e inerte. Por el contrario, la concepción bíblica del ruah indica una energía sumamente activa, poderosa e irresistible: el Espíritu del Señor -leemos en Isaías- «es como torrente desbordado» (Is 30, 28). Por eso, cuando el Padre interviene con su Espíritu, el caos se transforma en cosmos, en el mundo aparece la vida, y la historia se pone en marcha. 

EL ESPÍRITU SANTO EN EL NUEVO TESTAMENTO

2. «En el evangelio quiere mostrar que Jesús es el único que posee en plenitud el Espíritu Santo. Ciertamente, el Espíritu actúa también en Isabel, Zacarías, Juan Bautista y, especialmente, en la Virgen María, pero sólo Jesús, a lo largo de toda su existencia terrena, posee plenamente el Espíritu de Dios. Es concebido por obra del Espíritu Santo» (cf. Lc 1, 35). De él dirá el Bautista: «Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo (…). Él os bautizará en Espíritu Santo y fuego» (Lc 3, 16).

Jesús mismo, antes de bautizar en Espíritu Santo y fuego, es bautizado en el Jordán, cuando baja «sobre él el Espíritu Santo en forma corporal, como una paloma» (Lc 3, 22). San Lucas subraya que Jesús no sólo va al desierto «llevado por el Espíritu», sino que va «lleno de Espíritu Santo» (Lc 4, 1), y allí obtiene la victoria sobre el tentador. Emprende su misión «con la fuerza del Espíritu Santo» (Lc 4, 14). En la sinagoga de Nazaret, cuando comienza oficialmente su misión, Jesús se aplica a sí mismo la profecía del libro de Isaías (cf. Is 61, 1-2): «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la buena nueva…» (Lc 4, 18). Así, toda la actividad evangelizadora de Jesús se realiza bajo la acción del Espíritu.

Este mismo Espíritu sostendrá la misión evangelizadora de la Iglesia, según la promesa del Resucitado a sus discípulos: «Voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre. Por vuestra parte permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto» (Lc 24, 49). Según el libro de los Hechos, la promesa se cumple el día de Pentecostés: «Quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse» (Hch 2, 4).
Así se realiza la profecía de Joel: «En los últimos días —dice Dios—, derramaré mi Espíritu sobre toda carne, y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas» (Hch 2, 17). San Lucas considera a los Apóstoles como representantes del pueblo de Dios de los tiempos finales, y subraya con razón que este Espíritu de profecía se derrama en todo el pueblo de Dios.

Hechos 2

San Pablo, a su vez, pone de relieve la dimensión renovadora y escatológica de la acción del Espíritu, que se presenta como la fuente de la vida nueva y eterna comunicada por Jesús a su Iglesia.

En la primera carta a los Corintios leemos que Cristo, nuevo Adán, en virtud de la resurrección, se convirtió en «Espíritu que da vida» (1 Co 15, 45), es decir, se transformó por la fuerza vital del Espíritu de Dios hasta llegar a ser, a su vez, principio de vida nueva para los creyentes. Cristo comunica esta vida precisamente a través de la efusión del Espíritu Santo.

La vida de los creyentes ya no es una vida de esclavos, bajo la Ley, sino una vida de hijos, pues han recibido en su corazón al Espíritu del Hijo y pueden exclamar: ¡Abbá, Padre! (cf. Ga 4, 5-7; Rm 8, 14-16). Es una vida «en Cristo», es decir, de pertenencia exclusiva a él y de incorporación a la Iglesia. «En un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo» (1 Co 12, 13). El Espíritu Santo suscita la fe (cf. 1 Co 12, 3), derrama en los corazones la caridad (cf. Rm 5, 5) y guía la oración de los cristianos (cf. Rm 8, 26).

El Espíritu Santo, en cuanto principio de un nuevo ser, suscita en el creyente también un nuevo dinamismo operativo: «Si vivimos según el Espíritu, obremos también según el Espíritu» (Ga 5, 25). Esta nueva vida se contrapone a la de la «carne», cuyos deseos no agradan a Dios y encierran a la persona en la cárcel asfixiante del yo replegado sobre sí mismo (cf. Rm 8, 5-9). En cambio, el cristiano, al abrirse al amor donado por el Espíritu Santo, puede gustar los frutos del Espíritu: amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad… (cf. Ga 5, 16-24).

Con todo, según San Pablo, ahora sólo poseemos una «prenda» o las primicias del Espíritu (cf. Rm 8, 23; 2 Co 5, 5). En la resurrección final, el Espíritu completará su obra de arte, realizando en los creyentes la plena espiritualización de su cuerpo (cf. 1 Co 15, 43-44) e incluyendo, de alguna manera, en la salvación al universo entero (cf. Rm 8, 20-22).

En la perspectiva de San Juan, el Espíritu es, sobre todo, el Espíritu de la verdad, el Paráclito. Jesús anuncia el don del Espíritu en el momento de concluir su misión terrena: «Cuando venga el Paráclito, que yo os enviaré de junto al Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí. Pero también vosotros daréis testimonio, porque estáis conmigo desde el principio» (Jn 15, 26-27). Y, precisando aún más la misión del Espíritu, Jesús añade: «Os guiará hasta la verdad plena; pues no hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga, y os anunciará lo que ha de venir. Él me dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará» (Jn 16, 13-14). Así pues, el Espíritu no traerá una nueva revelación, sino que guiará a los fieles hacia una interiorización y hacia una penetración más profunda en la verdad revelada por Jesús.

¿En qué sentido el Espíritu de la verdad es llamado Paráclito? Teniendo presente la perspectiva de san Juan, que ve el proceso a Jesús como un proceso que continúa en los discípulos perseguidos por su nombre, el Paráclito es quien defiende la causa de Jesús, convenciendo al mundo «en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio» (Jn 16, 7 ss.). El pecado fundamental del que el Paráclito convencerá al mundo es el de no haber creído en Cristo. La justicia que señala es la que el Padre ha hecho a su Hijo crucificado, glorificándolo con la resurrección y ascensión al cielo. El juicio, en este contexto, consiste en poner de manifiesto la culpa de cuantos, dominados por Satanás, príncipe de este mundo (cf. Jn 16, 11), han rechazado a Cristo (cf. Dominum et vivificantem, 27). El Espíritu Santo, con su asistencia interior, es el defensor y el abogado de la causa de Cristo, el que orienta las mentes y los corazones de los discípulos hacia la plena adhesión a la «verdad» de Jesús.” 

Author:SS Juan Pablo II/Fuente:vatican.va. El Espiritu Santo en eñ Nuevo Testamento. Catequesisi de San  Juan Pablo II del miercoloes mayo de 1998

 

No podría hablar del Espíritu Santo, sin tocar el tema de los dones, frutos y carismas, que El dona a la Iglesia para renovarla continuamente.

DONES DEL ESPIRITU SANTO 
Dones del Espíritu Santo

(1 corintios 12, 1-11) “En cuanto a los dones espirituales, no quiero, hermanos, que estéis en la ignorancia. Sabéis que cuando erais gentiles, os dejabais arrastrar ciegamente hacia los ídolos mudos. Por eso os hago saber que nadie, hablando con el Espíritu de Dios, puede decir: «¡Anatema es Jesús!»; y nadie puede decir: « ¡Jesús es Señor!» sino con el Espíritu Santo. Hay diversidad de carismas, pero el Espíritu es el mismo; diversidad de ministerios, pero el Señor es el mismo; diversidad de operaciones, pero es el mismo Dios que obra en todos. A cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común. Porque a uno se le da por el Espíritu palabra de sabiduría; a otro, palabra de ciencia según el mismo Espíritu; a otro, fe, en el mismo Espíritu; a otro, carismas de curaciones, en el único Espíritu; a otro, poder de milagros; a otro, profecía; a otro, discernimiento de espíritus; a otro, diversidad de lenguas; a otro, don de interpretarlas. Pero todas estas cosas las obra un mismo y único Espíritu, distribuyéndolas a cada uno en particular según su voluntad

Los dones del Espíritu Santo son: hábitos sobrenaturales infundidos por Dios en las potencias del alma para recibir y secundar con facilidad las mociones del propio Espíritu Santo al modo divino o sobrehumano. Los dones son infundidos por Dios. El alma no podría adquirir los dones por sus propias fuerzas ya que transcienden infinitamente todo el orden puramente natural. Los dones los poseen en algún grado todas las almas en gracia. Es incompatible con el pecado mortal.
Por la moción divina de los dones, el Espíritu Santo, inhabitaste en el alma, rige y gobierna inmediatamente nuestra vida sobrenatural. Ya no es la razón humana la que manda y gobierna; es el Espíritu Santo mismo, que actúa como regla, motor y causa principal única de nuestros actos virtuosos, poniendo en movimiento todo el organismo de nuestra vida sobrenatural hasta llevarlo a su pleno desarrollo.

1830. La vida moral de los cristianos esta sostenida por los dones del Espíritu Santo. Estos son disposiciones permanentes que hacen al hombre dócil para seguir los impulsos del Espíritu Santo.

1831“Los siete dones del Espíritu Santo son: Sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios. Pertenecen en plenitud a Cristo, Hijo de David (cf Is 11, 1-2). Completan y llevan a su perfección las virtudes de quienes los reciben. Hacen dóciles para obedecer con prontitud a las inspiraciones divinas. Tu espíritu bueno me guíe por una tierra llana (Sal 143,10). Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios… Y, si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos de Cristo (Rm 8,14.17)”

Existen los dones extraordinarios, que Dios reparte a quien quiere y cuando quiere, como son las profecías, milagros, curaciones, etc. Y también encontramos dones místicos que se manifiestan en las almas santas. En algunos Santos son frecuentes los éxtasis, sobre todo, después de la comunión. En otros, se dan lo que se llama incendios de amor, visiones, levitaciones, estigmas, inedia o ayuno absoluto, vigilia, discernimiento de espíritus, luces o resplandores sobrenaturales, bilocación, hierognosis, agilidad, sutileza, perfume sobrenatural, conocimiento interior de corazón.

San Antonio de Padua hizo en una noche el viaje desde Padua (Italia) a Lisboa, y regresó de la misma forma la noche siguiente. (Agilidad). Uno de los santos modernos con este don extraordinario de bilocación fue el santo padre Pío de Pietrelcina. La beata Ana Catalina Emmerick, en sus viajes de bilocación, iba hasta los últimos rincones del mundo a pesar de estar enferma y postrada en cama. Estuvo en Rusia, Inglaterra, Egipto, India, Persia, Vietnam, China… Ella dice: Mi guía y yo avanzábamos como en vuelo.
Entre los santos cuyas reliquias o sepulcros han exhalado suaves olores se citan a san Francisco de Asís, san Antonio de Padua, santo Domingo de Guzmán, santo Tomás de Aquino, san Raimundo de Peñafort, santa Rosa de Lima, santo Tomás de Villanueva, santa Francisca Romana, santa Catalina de Raconixio… la beata Alexandrina da Costa (1904-1955). Vivió los últimos 13 años de su vida sin comer ni beber, sólo recibía la comunión cada día. 

LOS CARISMAS

799. extraordinarios o sencillos y humildes, los carismas son gracias del Espíritu Santo, que tienen directa o indirectamente una utilidad eclesial; los carismas están ordenados a la edificación de la Iglesia, al bien de los hombres y a las necesidades del mundo.

800. los carismas se han de acoger con reconocimiento por el que los recibe, y también por todos los miembros de la Iglesia. En efecto, son una maravillosa riqueza de gracia para la vitalidad apostólica y para la santidad de todo el Cuerpo de Cristo; los carismas constituyen tal riqueza siempre que se trate de dones que provienen verdaderamente del Espíritu Santo y que se ejerzan de modo plenamente conforme a los impulsos auténticos de este mismo Espíritu, es decir, según la caridad, verdadera medida de los carismas (cf. 1 Co 13).

801. por esta razón aparece siempre necesario el discernimiento de carismas. Ningún carisma dispensa de la referencia y de la sumisión a los pastores de la Iglesia. «A ellos compete especialmente no apagar el Espíritu, sino examinarlo todo y quedarse con lo bueno» (LG 12), a fin de que todos los carismas cooperen, en su diversidad y complementariedad, al «bien común» (cf. 1 Co 12, 7; cf. LG 30; CL, 24).

«Aun que todos los carismas contribuyen, de modos diversos, a la edificación y crecimiento de la Iglesia en el amor, hay , sin embargo, carismas con una función especial en ella; así el Espíritu santo se une al pueblo de Dios con el Padre a través de los carismas de orar en lenguas, de interpretación de profecía, de alabanza; robustece a la Iglesia a través de los carismas de «apóstoles» ,«profetas», «pastores», «maestros», «evangelistas».(Efesios 4,11); la confronta y la cura través de las curaciones, milagros, fe y es preciso no olvidar esto: aunque los carismas sean dados a las personas como mediadoras del Espíritu para otros, hemos de verlos dados primariamente para la comunidad. 

San Pablo igualmente se preocupa de que no se apaguen los carismas «No apaguéis el Espíritu. No despreciéis las profecías. Examinad todo y quedaos con lo que es bueno. Absteneos de todo mal».(1 Tesalonicenses 5, 19-22) Pablo enseña constantemente que Dios actúa íntima y poderosamente en sus hijos, dándoles los dones necesarios para la misión. Minimizar la necesidad de los dones es también una forma de poner al hombre como un falso protagonista de la edificación de la Iglesia, usurpando el lugar de Dios.

Y relegándolo a un cielo que estaría distanciado de la tierra. Todos los santos son testimonio del poder de Dios y de los carismas que el suscita para el bien de la Iglesia.

San Ignacio de Loyola, a través de su propia experiencia de gracia, desarrolla unos «ejercicios espirituales» para discernir las mociones del Espíritu. Estos ejercicios correctamente presuponen que Dios se manifiesta al hombre, le da los carismas y le da conocimiento para utilizarlos correctamente. Este proceso de discernimiento debe continuar toda la vida e incluye necesariamente una profunda obediencia a la Iglesia.

Después del Concilio Vaticano II, se ha suscitado un desarrollo de la doctrina eclesiológica y pneumatológica. Al mismo tiempo el Espíritu Santo se ha manifestado extraordinariamente entre el pueblo de Dios. Han aparecido numerosos movimientos eclesiales con nuevos carismas. La Renovación Carismática en el Espíritu Santo ha motivado un «redescubrimiento» de carismas como la curación, la profecía, el don de la alabanza en lenguas y muchos otros. El Espíritu Santo se da así a conocer como la verdadera vida de la Iglesia.

1. Carisma de la palabra: (Poder hablar)
    a) El don de lenguas: (los tres aspectos)
         • hablar en lenguas.
         • Orar en lenguas.
         • Canto en lenguas.
    b) El don de profecía
    c) El carisma de interpretación.
2. Carisma de entendimiento: (poder, conocer)
    a) Palabra de sabiduría.
    b) Palabra de conocimiento (de ciencia según otros).
    c) El don del discernimiento
3.Carisma de significación
   a) El don de sanación
         • Física
         • Interior
         • Liberación como aspecto aislado de la sanación interior, no carisma.
   b) Carisma de milagros.
   c)El don de la fé carismática

La Renovación Carismática, Es una corriente de gracia por medio de la cual el Espíritu de Dios nos lleva a vivir de manera vivencial la realidad del cuerpo de Cristo.” Benigno Juanes Que es la Renovacion Carismática y que pretende

LOS FRUTOS DEL ESPÍRITU SANTO

1832 «Los frutos del Espíritu son: Perfecciones que forma en nosotros el Espíritu Santo como primicias de la gloria eterna. La tradición de la Iglesia enumera doce: “caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fidelidad, modestia, continencia Castidad» (Ga 5, 22-23)

Cuando el Espíritu Santo da sus frutos en el alma, vence las tendencias de la carne. Cuando el Espíritu opera libremente en el alma, vence la debilidad de la carne y da fruto. «Obras de la carne: Fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, superstición, enemistades, peleas, rivalidades, violencias, ambiciones, discordias, sectarismo, disensiones, envidias, ebriedades, orgías y todos los excesos de esta naturaleza». (Gálatas 5, 19)”
«Velad y orad, para que no caigáis en tentación; que el espíritu está pronto, pero la carne es débil» (Mateo 26:41)

«Aunque hablara todas las lenguas de los hombres y de los ángeles, si me falta el amor sería como bronce que resuena o campana que retiñe. Aunque tuviera el don de profecía y descubriera todos los misterios, -el saber más elevado-, aunque tuviera tanta fe como para trasladar montes, si me falta el amor nada soy. El amor nunca pasará. Las profecías perderán su razón de ser, callarán las lenguas y ya no servirá el saber más elevado». (1 Corintios 13, 1-2)

Catecismo de la Iglesia Católica.Dones, frutos y carismas del Espiritu Santo. 1830.1831.799.800.801. 1832. 

SECUENCIA DE PENTESCOSTES

Ven, Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo.
Padre amoroso del pobre; don, en tus dones espléndido;
luz que penetra las almas; fuente del mayor consuelo.

Ven, dulce huésped del alma, descanso de nuestro esfuerzo,
tregua en el duro trabajo, brisa en las horas de fuego,
gozo que enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos.

Entra hasta el fondo del alma, divina luz, y enriquécenos.
Mira el vacío del hombre si tú le faltas por dentro;

mira el poder del pecado cuando no envías tu aliento.

Riega la tierra en sequía, sana el corazón enfermo,
lava las manchas, infunde calor de vida en el hielo,
doma el espíritu indómito, guía al que tuerce el sendero.

Reparte tus siete dones según la fe de tus siervos;
por tu bondad y tu gracia dale al esfuerzo su mérito;
salva al que busca salvarse y danos tu gozo eterno.
Amén.